Jícaras, guacales, tinajas, calabazos, cucharas, molinillos; comales, tazas y platos de barro

Jícaras, guacales (huacales), tinajas, molinillos, jicareros, calabazos, comales, tazas y platos de barro

Pablo Emilio Barreto Pérez

Los nueve hijos de Octavio Barreto Centeno y Rosa Pérez Juárez, ya fallecidos ambos, nacimos en el Hospital San Vicente de la Ciudad de León y nos criamos en las décadas del 50 y 60 del siglo 20 en comarcas periféricas de la misma Ciudad de León: Tololar, San Jacinto-Tizate y Apante.

Nos criamos en finquitas agrícolas y ganaderas de mi abuelo Domingo Barreto Fonseca, llamadas Lanceña, Tizate, Apante y Bella Vista, ubicadas en las comunidades rurales Tololar, Norte de los Hervideros de San Jacinto y al Norte del Volcán Rota, en la orilla del Río San Jacinto; y la última, Bella Vista, era la más pequeña en extensión, situada en un terreno totalmente fangoso, en la orilla del camino hacia la Mina del Limón, conocida también como Complejo Minero Francisco Meza Rojas.

Eran finquitas agropecuarias de menos de 100 manzanas cada una. Eran como auxiliares entre sí. Mi padre y mi abuelo “turnaban” el uso de los potreros enzacatados de Lanceña, Apante y Bella Vista, porque Tizate y Bella Vista eran totalmente inadecuadas para el cultivo de maíz, frijoles, ajonjolí, millón, ayotes, pipianes, melones, sandías, etc., pues Tizate estaba lleno de piedras enormes y Bella Vista repleta de fango.

Mi padre, Octavio Barreto Centeno, inicialmente llegó a estas finquitas como mozo campesino, jornalero, de mi abuelo Domingo Barreto Fonseca, quien ya era famoso en todas las comunidades rurales periféricas de la Ciudad de León, porque era matarife exitoso y célebre también porque en la misma Ciudad de León y estas comunidades había dejado 32 hijos con numerosas mujeres urbanas y rurales leonesas.

La madre de Octavio Barreto Centeno fue Mélida Centeno, quien residía en la Comarca Jicarito, situada en la periferia Norte de la Ciudad de Telica, cabecera del Municipio de Telica, ubicado ocho kilómetros al Norte de la Ciudad de León.

En Telica se crió y vivió su niñez y adolescencia Miguel Larreynaga Balmaceda, quien era criollo, hijo de españoles. Allí en Telica también vivió y fue Alcalde Manuel Ignacio Pereira Quintana, fundador de Larreynaga-Malpaisillo, en septiembre de 1936.

Mientras era matarife, mi abuelo por medio de préstamos personales impagables en aquellos tiempos, se fue quedando con estas finquitas mencionadas, más una llamada Peineta, donde él vivía o residía. En esta última tenía un plantío de caña y un trapiche, mediante el cual hacíamos dulces de atadura y alfeñiques.

Repito: mi padre inicialmente era mozo (trabajador, jornalero) de mi abuelo Domingo por petición directa de Mélida Centeno. Octavio Barreto Centeno inicialmente fue colocado como mozo en la finquita Lanceña, ubicada unos cinco kilómetros al Norte de la Ciudad de León. Nosotros, los nietos, todos niños hasta la adolescencia, éramos como esclavos de mi abuelo, porque hacíamos todas las labores del campo y nunca recibíamos ninguna paga de su parte.

Mi abuelo Domingo se movía de una finquita a otra, montado en un burro o una mula. Nunca lo vi montado en una carreta, halada por bueyes, porque, decía, se sentía más seguro en sus burros y mulas ensillados con monturas compradas por él en las talabarterías de la Ciudad de León.

Bosques arrancados con tractores orugas y retroexcavadoras

Mi abuelo Domingo y mi padre, Octavio Barreto Centeno, con el pasar del tiempo fueron juntando sus voluntades en defensa de sus propiedades  (tierras para cultivos de maíz, frijoles, trigo, ajonjolí, plátanos, guineos…) y de los bosquecitos, los cuales fueron destruidos en forma masiva con maquinaria pesada para dar paso a los cultivos del algodón, cuyos dueños eran personajes somocistas pegados como garrapatas a la dictadura dinástica de Anastasio Somoza García y Anastasio Somoza Debayle.

También fueron arrancados decenas de millones de árboles en las tierras planas, cultivables, muy fértiles, de los departamentos de León y Chinandega.

Miles de seres humanos y millones de animales murieron por venenos de la maldita Monsanto

Hubo finqueros como mi abuelo Domingo, apoyado por mi padre, que se opusieron resueltamente a las amenazas de usar la Guardia Nacional contra quienes no vendieran sus tierras para los cultivos de algodón, por medio de los cuales unos pocos somocistas genocidas, feroces, atroces y crueles, se enriquecieron fabulosamente, mientras las tierras y aguas quedaron en ruinas, intoxicadas; varios miles de pobladores humildes (seres humanos: hombres, mujeres, ancianos y niños) murieron envenenados, porque los aviones fumigadores pasaban rociando los venenos de la maldita Monsanto encima de sus casas, de sus cultivos agrícolas campesinos, encima de los árboles frutales, en los patios, en los corrales, matando, al mismo tiempo, a centenares de miles de animales silvestres y domésticos: perros, gatos, cerdos, aves pequeñas, medianas y grandes; reptiles como garrobos, iguanas, serpientes; animalitos como venados, conejos, cusucos, ardillas, mapachines, cuyusos, guardatinajas, guatusas, monos…

Seres humanos y animales quedaron sin sus tierras, sin sus bosques, sin sus arboledas, sin sus ríos, porque al ser arrancados miles de millones de árboles, los ríos como Telica y Acome, por ejemplo, comenzaron a secarse. Además, suelos y aguas envenenados.

El gobierno revolucionario sandinista, en la década del 80 del siglo 20, virtualmente canceló los cultivos de algodón porque resultaban extraordinariamente dañinos para los suelos antiguamente muy fértiles de León, Chinandega, Managua, Masaya, Granada y Rivas.

Sólo en León y Chinandega fueron usadas más de 300 mil manzanas de tierras muy fértiles para los cultivos del algodón dañino para suelos, bosques y aguas.

¿Por qué cuento esta historia de los algodonales dañinos? ¿Por qué menciono la destrucción masiva de bosques y arboledas de León y Chinandega? Ya dije que miles de seres humanos murieron envenenados por los riegos aéreos y terrestres de venenos de la maldita Monsanto. Uno encontraba muertos por miles animales silvestres y domésticos.

Abundaban los jícaros y árboles frutales antes de los algodonales

Antes de los algodonales, abundaban los árboles de madera fina como roble, cortés, cedros, caobas, guayacanes, guayabos, jícaros, y frutales: mangos, aguacates, nísperos, zapotes, caimitos, papalones (papaturros), jocotes, tigüilotes, icacos, almendras, guanábanas, mandarinas, naranjas dulces y agrias; limones dulces y agrios; granadillas de bejuco y árboles; anonas, grosellas, calalas, papayas, bayas, sandías, melones, mameyes,  sanzapote, talchocotes, caraos, cocos, coyoles, marañones, pitahayas, plátanos, guineos cuadrados, bananos, moras, mamones, guayabas dulces y ácidas, tamarindos, nancites, piñuelas silvestres, piñas, panamá, ojoches, higos, jícaros sabaneros, tecomates, mimbros; además: tomates silvestres y cultivados en los patios de las viviendas campesinas; chiles de diversos calibres; estos chiles son frutas comestibles para sensontles, güises, etc.

Miles de campesinos, propietarios de finquitas medianas y pequeñas, fueron despojados de sus tierras, con la amenaza de quitárselas “por las buenas o las malas, porque las necesita el general Somoza García”, y de ese modo, repito, los tractores orugas y retroexcavadoras fueron usadas sin piedad por el somocismo genocida y sus compinches oligarcas vendidos, para derrumbar miles de millones de árboles maderables y frutales en las tierras fértiles de los departamentos de León y Chinandega.

Quedaron árboles frutales y maderables sólo en fincas agropecuarias pequeñas y medianas, cuyos propietarios campesinos resistieron los embates de despojos de tierras del somocismo genocidas y sus aliados burgueses oligárquicos.

Antes de los algodonales abundaban los jícaros y tecomates

Aves y animalitos terrestres, sobrevivientes a los venenos, de algún modo, se refugiaron en esas finquitas como Lanceña, Tizate (Hervideros de San Jacinto), Apante y Bella Vista, y por supuesto en las faldas (Cordillera Maribia) montañosas de los volcanes: Momotombo, Pilas-Hoyo, Cerro Negro, Rota, Santa Clara-San Jacinto, Telica, Casitas o Apastepe, San Cristóbal, Chonco y Cosigüina.

Antes de esta destrucción de los bosques mencionados en León y Chinandega, abundaban por todos lados los “árboles de jícaros, grandes y pequeños”, decíamos los campesinos, porque los jícaros grandes, medianos y pequeños  nos servían para hacer o fabricar huacales, jícaras, cucharas, platos, calabazos para llevar agua a la huerta, al trabajo diario del campesinado.

Sí, mi padre, mi madre y nosotros los hijos, nos subíamos a los árboles de jícaro grandes y pequeños (sabaneros), a cortarlos y bajarlos metidos en sacos, con sumo cuidado, para que no se quebraran, porque en el caso de los grandes, especialmente, se desbarataban, o al menos se rajaban en caída libre de los árboles.

Los árboles de jícaros grandes sólo quedaron en las finquitas agropecuarias, cuyos dueños resistieron a la destrucción de la Naturaleza, provocada por los algodoneros somocistas genocidas.

Los jícaros sabaneros, los pequeños, redondos, fueron poco dañados por los malditos negociantes atroces algodoneros, porque este tipo de árboles crecía (y crece actualmente) mucho más de forma silvestre en terrenos sonsocuitosos, semipantanosos, no aptos para cultivos de algodón.

Mi padre, Octavio Barreto Centeno, y mi madre Rosa Pérez Juárez, también cultivaban tecomates, los cuales eran parecidos al cultivo de ayotes, pues eran y son bejucos rastreros y subidores en alambrados, arbustos y árboles; y dan un fruto mucho más alargado y angosto que el jícaro grande; y algunas especies de este tecomate tienen cintura por en medio de su tamaño alargado, lo cual facilita también su convertida en calabazo para llevar agua a la huerta en el mundo del campesinado.

Este tecomate se cultiva en abundancia en Guatemala. Mi padre, sembraba, cultivaba un tipo de ayote, cuya fruta crece vertical, asentada en el suelo, y desarrolla una cintura por en medio de su tamaño, lo cual inclusive también se puede convertir en calabazo.

Cortábamos asimismo los jícaros sabaneros,  en las finquitas Lanceña, Apante y Bella Vista, y en fincas ajenas sin alambrados, en grandes cantidades, porque se usaban inclusive como alimento para el ganado y para los seres humanos campesinos, pues nos comíamos las semillas ya secas, o se molían en una piedra de moler y la bebíamos como horchata.

Elaboración de jícaras, guacales, cucharas, molinillos

Cuando ya habíamos bajado los jícaros de los árboles, de los tecomates y ayotes; mi padre y mi madre les cortaban las puntas con una sierrita manual y los echaban a un perol con agua hirviendo.

Los jícaros, tecomates y ayotes, pasaban de verde o cenizos a un color amarillento. Octavio Barreto Centeno y Rosa Pérez Juárez sabían cuál y cómo era “el punto adecuado”, para sacarlos del perol hirviente.

Los dejaban enfriar. Con un pedazo de varilla metálica, o de madera firme, procedíamos a sacarles la pulpa (“buñiga”, decían los campesinos), la cual se iba guardando en recipientes grandes. Procurábamos arrancar completamente la pulpa, para que las jícaras, guacales (huacales) y cucharas, por ejemplo, quedasen completamente limpias por dentro.

Después, se colocaban bajo el Sol ardiente por unos tres o cuatro días, para que hubiese un buen secado. Este procedimiento se hacía igual en los jícaros grandes de patios y sabaneros.

En el caso de los tecomates y los ayotes, con cinturas en el centro o un poco arriba, propios para convertirlos en calabazos, se procedía con protocolos campesinos similares.

Ya secos, se procedía a lijarlos por encima, para que resaltara la madera de las jícaras, guacales (huacales), cucharas y calabazos, para guardar el agua en la misma casa campesina, o para llevarla a la huerta, con el fin de calmar la sed durante las jornadas ardientes de trabajo campesino.

Mi padre, Octavio Barreto Centeno, compraba en la Ciudad de León, numerosos pliegos de lija para madera y metales, para ese lijado, por medio del cual, la madera quedaba reluciente, vistosa, olorosa, inclusive, a madera nueva y al olor típico de los jícaros.

Si no había lija, entonces mi padre ya tenía listos unos cuchillos anchos, bien afilados en el molejón de piedra, con los cuales igualmente se raspaban los jícaros, tecomates y ayotes (calabazas) pescuezones, para verlos igualmente bonitos, presentables.

En los casos de tecomates y calabazas destinados a convertirlos en calabazos, sólo se hacía un hueco pequeño en la parte superior, que sirviese para poner un tapón de corcho, madera, trapos enrollados y olotes bien labraditos, para quedar justo bien cerrado.

Sacar la pulpa en este caso de los calabazos era mucho más complicado porque el hueco era muy pequeño.

Cuando todo este proceso había terminado, mi padre y mi madre, con la sierrita manual mencionada o con un cuchillo puntudo y filoso, hacía los cortes correspondientes para fabricar guacales (huacales), grandes y pequeños; cucharas soperas, cucharitas pequeñas como tenedores y también para determinar el tamaño de las jícaras.

Jícaras y guacales lisitos y con dibujos labrados

Terminado este proceso de limpieza y de cortes, mi padre le daba una jícara, un guacal y una cuchara a cada uno de mis hermanos menores, para que con un cuchillo filoso le hicieran figuras encima, o les pusieran sus nombres labrados sobre la madera.

Todas las jícaras, guacales, cucharas y tacitas eran enviadas por mi padre donde María Jerez, quien les hacía dibujos y figuras muy bonitas, especialmente de animales silvestres o perros y gatos muy queridos en los vecindarios de la Comarca Tololar, donde ella residía.

Mi padre era un artista haciendo los mecates trenzados, a los cuales les daba forma de tal modo que los calabazos quedaban bien sostenidos desde abajo, socados en la cintura, y con una especie de cinta como cartera o salveque, para llevar uno cargado, lleno de agua, el calabazo a la huerta, a la montaña, al corral, al sitio de trabajo campesino.

En las cuatro finquitas mencionadas, mi padre, mi madre y mi abuelo Domingo Barreto Fonseca, habían construido los llamados jicareros y guacaleros dentro de las casitas (ranchos de paja), cercanos a la cocina campesina, funcionando en la mayoría de los casos, en un fogón edificado con ladrillos de barro y alimentado con leña seca de las finquitas.

Estos jicareros estaban clavados en las paredes de madera, o sostenidos en un horcón enterrado en el suelo.

Tinajas, comales, platos y tazas de barro

Pegados al jicarero estaban también un horcón con gancho sosteniendo la tinaja de barro, para mantener agua fresca; la piedra de moler maíz para tortillas, pinol y pinolillo. En el caso nuestro, teníamos en cada una de las finquitas una máquina mecánica manual, pequeña, para esa molienda, en la cual todos sus participábamos para evitar la sobrecarga de mi madre, Rosa Pérez Juárez.

Los guacales y cucharas se acomodaban en una caja de madera limpia, o en una pana y batea, también limpias, tapadas con un trapo, igualmente limpio.

En esa misma caja se guardaban los molinillos y asientos de las jícaras. Sí, una especie de rueda de madera, con hueco en el centro, sobre la cual poníamos las jícaras cuando las estábamos usando con pozol, tiste, pinolillo y pinol, a la hora de las comidas. El molinillo servía para batir, mover, las bebidas en las jícaras.

Mi padre hacía estos asientospara jícaras de árboles de madera suave como chaperno y tigüilote. 

Asientos para jícaras hechos de chaperno y tigüilote

Antes de aquellos años de malditos algodonales, el chaperno, de bella floración púrpura, de corteza lisa café, con líneas amarillentas y manchas por líquenes, abundaban en los bosques de los suelos de los departamentos de León y Chinandega.

El tigüilote, de corteza pardo grisácea, de vistosas flores amarillas y blancas, de grandes racimos de frutas blancas y trasparentes, deliciosas para seres humanos y animales (aves, garrobos, ardillas), igualmente abundaba, y aún abunda, en los alambrados de finquitas campesinas agropecuarias.

En aquellas décadas del 40, 50 y 60 del siglo 20, eran comunes, en las casas campesinas, los comales, platos, vasos y ollas de barro; y también las planchas calentadas en puras brasas para planchar la ropa almidonada.

Teníamos mesas comedores de pura madera rústica, sin manteles. Nos sentábamos en los llamados “taburetes”, construidos por mi padre. El sentadero era de puro cuero, sujetado con clavos a los lados. Si se aflojaban un poco, se volvían a fijar bien los clavos. Mi abuelo tenía asientos de estos con más de 50 años de existencia. Las sillas mecedoras eran las hamacas, las cuales también nos servían para dormir, además de los “camarotes” de pura madera, los cuales, por supuesto, duraban una eternidad.

Las casitas o ranchitos eran iluminados, en las noches,  con candiles carreteros, con el fogón de la cocina encendido y con linternas de mano.

Pablo Emilio Barreto Pérez: Periodista, fotógrafo, investigador histórico, editor de páginas de periódicos, Cronista de la Capital (Managua), Hijo Dilecto de la Ciudad de Managua, Orden Independencia Cultural Rubén Darío, Orden José Benito Escobar Pérez de la Central Sandinista de Trabajadores (CST nacional), Orden Servidor de la Comunidad del Movimiento Comunal Nicaragüense y Orden Juan Ramón Avilés de la Alcaldía de Managua.

Reside en Colonia del Periodista, frente al portón de entrada al Parque, en Managua, Nicaragua. Teléfonos: 22703077 y 88466187.

Acerca de Pablo Emilio Barreto Pérez

Pablo Emilio Barreto Pérez es: *Orden Independencia Cultural Rubén Darío, *Orden Servidor de la Comunidad e Hijo Dilecto de Managua.
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